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Cambio de turno

 Casi toda la culpa fue del viento solar. Algunos añaden defectos telúricos; otros, los más, nos hablan de un largo cambio de turno: del cambio de turno decretado por Dios. Lo cierto es que, de hoy para mañana, amanecieron todos los mares como de piedra. Y los continentes líquidos.

La parte sólida del planeta fue ahora mucho mayor. Las islas fueron lagos, los lagos islas, los canales puentes, los ríos ramificadas penínsulas y, los continentes, inconmensurables mares mediterráneos.
Los menos perjudicados fueron los que vivían cerca de la orilla; las orillas, en fin de cuentas, resultaron lo único que no cambió de lugar. Tampoco sufrieron mucho los que nadaban en todas las aguas, y caminaban en cualquier parte. No obstante, la mayoría extrañó el paisaje policromo de la tierra.
Los hombres caminaron, como Cristo, sobre las aguas; y refrendaron propiedades, como los mercaderes. Y todo fue como una nueva acumulación originaria, donde la suerte ascendió a almirante y la picardía a mariscal. Los nuevos aguatenientes demarcaron sus latifundios de ola en ola. Las reglas del juego mutaron, la moda cambió, y hasta el propio concepto del bien y el mal pareció transformarse por el simple hecho de vivir sobre el agua endurecida.
Los que antes callaban, comenzaron a mirar con altivez a los venidos a menos y, aunque los astrónomos tuvieron cierta importancia en un mundo donde la orientación nocturna era obra exclusiva de las estrellas, no hubo profesión más estimada que la del pescador de vacas.
No todos se adaptaron, sin embargo, y, sobre la fluida tierra, se pueden ver aun solitarios botes de agua pétrea, flotando a la deriva, de los que prefirieron seguir viviendo como antes, a pesar del mundo; como si esperaran y esperaran un turno venidero, donde las cosas pudieran volver a su estado común, o a una completa solidez de agua y tierra, o a su fusión total.

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